El gobierno de Estados Unidos decidió aplicar aranceles generalizados a casi todos sus socios comerciales, una medida anunciada por el entonces presidente Donald Trump el 2 de abril. La reacción fue inmediata: los mercados financieros entraron en pánico y, ante el impacto, Washington optó por aplazar los impuestos a la mayoría de los países… con una excepción: China.
Mientras países como Japón, Taiwán y Corea del Sur iniciaban negociaciones para evitar sanciones, Pekín advirtió con firmeza a las demás naciones que no acepten acuerdos que vulneren sus intereses. “China se opone firmemente a que cualquier parte llegue a un acuerdo a expensas de los intereses de China”, declaró el Ministerio de Comercio en un comunicado.
China no solo expresó su rechazo, sino que también criticó la política arancelaria de Washington, calificándola como un acto de “intimidación económica”. Un vocero advirtió que negociar exenciones a cambio de ceder ante Estados Unidos sería “como buscar la piel de un tigre”: una estrategia condenada al fracaso que perjudica a todos los involucrados.
Aunque China expresó su disposición al diálogo, no se han anunciado reuniones concretas con funcionarios estadounidenses. Mientras tanto, los aranceles contra productos chinos han alcanzado un 145%, deteniendo exportaciones, generando incertidumbre entre empresas y amenazando con frenar el crecimiento económico global.
“Por intereses egoístas temporales propios, sacrificar los intereses de otros… perjudicará a otros sin beneficiarse a sí mismos”, subrayó el comunicado chino.
El mensaje de fondo es claro: el conflicto comercial está lejos de ser solo un enfrentamiento bilateral, y las decisiones tomadas por Estados Unidos podrían tener repercusiones de largo alcance en la economía global.
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