En la historia del Vaticano, los cónclaves —procesos en los que se elige al nuevo Papa— han tenido duraciones muy dispares. El más largo de todos tomó casi tres años, mientras que el más rápido concluyó en apenas dos días.
El cónclave más extenso ocurrió tras la muerte del papa Clemente IV en noviembre de 1268. Durante ese tiempo, los cardenales se reunieron en el Palacio Papal de Viterbo, Italia. La falta de consenso se extendió tanto que los ciudadanos de la ciudad, desesperados por la parálisis política y espiritual, tomaron una medida drástica: en junio de 1270, retiraron el techo del edificio para presionar a los purpurados. La intención simbólica era que, sin techo, “el Espíritu Santo pudiera descender con mayor libertad”, como ironizó el cardenal Simon Langham.
Finalmente, en septiembre de 1271, fue elegido Teobaldo Visconti, quien adoptó el nombre de Gregorio X. Desde entonces, no ha habido una elección papal que se acerque siquiera en duración a aquella.
En contraste, en el siglo XX y XXI, los cónclaves se han vuelto mucho más ágiles. En 1922, el proceso más largo del siglo pasado duró apenas una semana para elegir a Pío XI, después de 14 rondas de votación. En tiempos más recientes, los cardenales han tomado decisiones con sorprendente rapidez.
Joseph Ratzinger fue elegido papa Benedicto XVI tras solo cuatro rondas. El cardenal Cormac Murphy-O’Connor describió el ambiente de celebración tras su elección como una “cena con champán y canciones”. Y en marzo de 2013, la elección de Jorge Mario Bergoglio como el papa Francisco concluyó tras solo cinco rondas, en dos días.
Desde 1831, ningún cónclave ha durado más de una semana, mostrando cómo la modernización también ha alcanzado a uno de los rituales más antiguos del catolicismo.
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